Carmen Rigalt
Mercedes Salisachs se despide
por Carmen Rigalt

 

Transcripción

YO DONA, abril 2013

A sus 96 años, la escritora en activo más longeva del mundo, publica su libro número 39, “El caudal de las noches vacías”. Su amiga Carmen Rigalt la ha visitado para desgranar junto a ella su vida familiar, literaria y social. Entramos en su casa de la mano de su nieta y recogemos un testimonio único, una joya literaria en forma de recuerdos y hermosas palabras, las de una de las grandes que, quizá por su elegancia, su educación y su posición, nunca fue tomada en la consideración que sin duda merece.

“Esta mujer que tengo ante mis ojos” y que no se parece a ninguna de las escritoras que he conocido, se llama Mercedes Salisachs y me ha robado el alma. A sus 96 años, cumple ahora su último sueño: publica el libro número 39 de su cosecha, y está contenta como si fuera el primero. He venido a entrevistarla a la orilla de su cama y las preguntas se me atropellan en el pecho deseando salir. La prueba más difícil de todas, en esta profesión de escribidores, es entrevistar a un amigo, y Mercedes Salisachs es mi amiga. Temo no recoger con exactitud sus ideas, sus palabras, esas emociones que se agazapan detrás de los puntos suspensivos cuando se cansa de hablar o entorna los ojos y emite un pequeño suspiro que se apodera del aire, flagelándolo. Con el caudal de las noches vacías (MR Ediciones), Mercedes se despide. Ha sido una obra laboriosa en la que ha volcado sus últimas fuerzas. Empezó a escribirla a máquina, continuó a pluma, y ya en la cama, se entregó a la corrección como buenamente pudo. Un día dijo: ”Se me acabó la mano”. Y efectivamente, la mano se le acabó. Las fuerzas le alcanzaron hasta que puso punto final a la novela. Desde entonces lleva las manos vendadas y está inmovilizada. Asimismo, tuvo ojos para leer mientras duró la corrección, pero fue dar el visto bueno a la portada y también se le acabaron. Solo le quedó la voz (un hilo), y con ella dio las instrucciones finales. Ahora aguarda a que salga el libro.

Muchas veces me he preguntado qué me cautivó de esta mujer, si no era bohemia, ni progre ni tenía una vida desgarrada ni había coleccionado muchos amantes y era opuesta a esas heroínas que siempre han excitado mi curiosidad. Cuando la conocí, Mercedes no solo parecía perfecta, sino que lo era. Genuina representante de la alta burguesía catalana, disciplinada, puntualísima (“nunca he llegado cinco minutos tarde a ninguna parte”), primorosa ama de casa, primorosa escritora, primorosa madre, primorosa toda. Y primorosa socialité, que diríamos ahora. La noche que ganó el Premio Planeta (1975), estrenaba un vestido de plumas que ella misma le había inspirado al modisto Pedro Rodríguez. Las fotos de aquel acto nos muestran a una mujer radiante que rompía el cliché de una escritora al uso. Su elegancia, su porte distinguido y su educación cosmopolita le impidieron ser tratada con la consideración que merecía. Pero los prejuicios calaron y la escritora burguesa hubo de pelear duramente para sacudirse las comillas que le había adosado la crítica.

La lejana noche del Planeta no ha prescrito. Casi 40 años más tarde, La gangrena, su novela galardonada, va por la 56 edición y sigue cosechando frutos. Aquella obra fue el resultado de la catarsis a la que se entregó unos años después de la muerte de su hijo Miguel, fallecido en accidente de tráfico cuando se dirigía a visitar a Picasso en el sur de Francia. Salisachs sitúa en aquel fatídico momento un punto de inflexión determinante. “Mi vida está dividida en dos: antes y después de la muerte de mi segundo hijo. Porque desaparecido él, nada volvió a ser igual. Tenía 21 años y una sensibilidad exquisita. Pintaba, era artista en el sentido más noble de la palabra. No podíamos vivir el uno sin el otro”. Mercedes evoca constantemente a Miguel, como si la casa aún estuviera impregnada de su halo. En el fondo de un armario conserva la maleta con la que el joven inició su último viaje. Se diría que es una maleta a la espera de un relato literario. La escritora la recuperó tras el accidente y nunca la ha abierto, permanece inmaculada como el recuerdo. La tragedia de Miguel es el telón de fondo de muchas reflexiones esbozadas aquí por la escritora. “Mis hijos siempre han estado marcados por los coches. Mi hija Fusy se casó con un corredor de Fórmula 1, Alex Soler-Roig y cuando acompañaba a su marido a las carreras, solía dejar a los niños a mi cargo. A mi nieta Alejandra casi la crié yo, y ahora es más que una nieta: es mi hija, mi madre, mi hermana gemela, mi amiga íntima. Vive en New York, pero hace un año echó el cerrojo de su casa y vino a Barcelona para pasar conmigo unos días. Desde entonces no se ha movido de mi lado”.

Mientras desgrana las cuentas del recuerdo, el sol se pasea por el dormitorio. Mercedes está en la cama rodeada de cojines blanquísimos y se protege los ojos con unas potentes gafas de sol. “Ya sé que parezco Onassis, pero me ofende la luz”, dice justificándose. Nunca he visto tanta pulcritud junta. Cuando nos conocimos , la escritora siempre vestía en sinfonía de pasteles, con sedas y velos que impregnaban la atmósfera de sueños de acuarela. Yo la llamaba la mujer de nácar, porque su imagen emitía destellos irisados como las estampas del cielo. Mercedes llevaba un año postrada en la cama. Su cabeza vuela lejos y hace gala de una lucidez extraordinaria, pero el cuerpo ya no le obedece. Todavía da órdenes al servicio, rescata de su memoria las recetas que le han proporcionado fama de excelente cocinera o dispone un cambio un cambio de muebles en su dormitorio para demostrar que no ha hecho dejación de actividad. Y es que la vena creativa de Salisachs no se detiene en la literatura. También domina la arquitectura de interiores (tuvo una tienda de decoración llamada El diablo cojuelo) y el teatro. En la finca de Lloret de Mar tenía uno pequeño y allí hacía de todo: de guionista, escenógrafa, actriz... Una variante de su afición por él, fueron los disfraces. A lo largo de su vida, ha ganado tantos premios de literatura como de disfraces. Hubo un tiempo en que todas las fiestas elegantes de Barcelona se la disputaban porque su presencia era garantía de éxito.

Uno de los aspectos de la personalidad de Salisachs que permanece inédito para muchos lectores en su sentido del humor. Cuando menos lo esperas, suelta una frase ingeniosa y trepidante. La dice imbuida de seriedad, como si no fuera con ella. Yo la he visto hacer humor incluso con su propio sufrimiento y me he quedado de piedra. Quienes la conocen no imaginan que una mujer tan religiosa y delicada pueda proferir ocurrencias tan alejadas de la anodina cortesía. Pero ella es así. Dice que heredó el humor de su padre, Pedro Salisachs, un industrial cascarrabias que solo se permitía salidas de tono en momentos excepcionales. “Fue un gran trabajador, un hombre estricto y poco comunicativo, pero muy honrado y republicano de bien. Tenía una fábrica de harinas y además compraba casas. Compró varias en el Paseo de Gracia. Sí, claro, era rico...Precisamente por ser rico, lo pasamos muy mal en el 36. Recuerdo que al poco de estallar la guerra apareció frente a nuestra casa un cartel que decía: Se vende carne de marqués a cinco céntimos. Imagínate qué susto”.

Se había criado entre una fräulein y una nanny. Vivió una infancia privilegiada (aunque ella sostiene que no fue feliz, sino dolorosa), viajó y aprendió idiomas, heredó la afición a la lectura de su madre y contrajo matrimonio con José María Juncadella, industrial como su padre, del que se enamoró antes de conocerlo. “Pero no era mi primer amor. Mi primer amor fue Bao Dai, heredero de Anam, el actual Vietnam. Lo conocí en Vichy, donde iba con mi familia a tomar las aguas. Nos veíamos todos los veranos, pero cuando saltó la chispa yo tenía 14 años y él, 17. Hablábamos mucho, recuerdo que le daba pánico ser emperador. Un día mi madre me dijo: “A este chico le gustas”. Y yo me puse nerviosa, porque a mi también me gustaba él... No volvimos a vernos hasta años más tarde, cuando, ya casada, lo visité en su exilio parisino. Vivía en el Ritz, y allá que me fui, decidida. Él también se había casado... No me causó ninguna emoción verlo. Al revés, lo encontré enormemente soso”.

Se nota que Mercedes es escritora, porque gestiona los recuerdos con dominio del tiempo narrativo. Su propia vida es un relato que, contado por ella misma, adquiere una dimensión especial. A Mercedes la vida le ha regalado los ingredientes de una novela romántica, pero de su parte ha puesto la capacidad para ordenarlos y escribirlos. El capítulo más impactante (y que yo me he limitado a sintetizar por falta de espacio) es sin duda el correspondiente a la Guerra Civil: la angustia de los momentos iniciales en Barcelona, y luego el éxodo itinerante. “De los primeros días, cuando ardían las iglesias y mataban a la gente por las esquinas, recuerdo el intenso olor a humo. No podíamos salir a la calle porque nuestra vida corría peligro, pero si alguna vez teníamos que hacerlo, en vez de arreglarnos nos desarreglábamos para pasar inadvertidos. Cuanto más despeinados fuéramos y más sucias llevábamos las uñas, mejor”.

Gracias a la mediación del cónsul inglés, los Salisachs fueron sacados en un barco que la depositaría en Génova. Ahí empezó el periplo que comenzaría en San Remo y terminaría en San Sebastián, donde permanecieron hasta el final de la contienda. Mercedes Salisachs, que ya era una mujer casada, viajaba con su hijo primogénito y el ama de leche (su marido estaba en el frente). La estancia en San Sebastián, en un palacete por el que, según recuerda, campaban las ratas a sus anchas, fue una continuación de su vida de soltera, rodeada de familia. Atrás había dejado Barcelona y sus amigas, los bailes a la hora del té, la carrera de perito mercantil que había estudiado obligada por su padre, la boda con José María, la existencia dulce.

Todo comenzaba de nuevo. Estalló la escritora que hasta entonces solo se había manifestado en balbuceos y decidió dedicarse a ella con todas las fuerzas que le contagió su vocación. “He sido muy feliz escribiendo, aunque mis novelas han creado incomodidad en mi círculo social, pues mis amigos se sentían retratados. En mi entorno siempre ha estado mal visto que escribiera. Ahora, al final de mi vida, quiero dar las gracias a todas las personas que no me han considerado simple y desdeñosamente una señora que escribe”.


Carmen Rigalt